BORJA MONREAL

El coche traquetea a lo largo de un interminable camino de piedras y arena. En el horizonte, la nada más absoluta empieza a dibujar el contorno de un algo tan ajeno al paisaje que parece irreal. El chasis de un coche de los años 50 aparece como caído del cielo en medio de un desierto rodeado de nada en cientos de kilómetros a la redonda. Al parecer hubo alguien tiempo atrás que también quiso disfrutar de este silencio. Quizás llegó demasiado lejos…

Desde la costa puede verse el faro derruido al otro lado de la bahía. Allí, cuenta la leyenda, habitan solamente una manada de perros que tras el abandono de los portugueses se convirtieron en animales salvajes, en licaones. Se deslizan entre los derruidos edificios como fantasmas que hacen recordar que allí hace unos años había vida. Nada ahora impide la expansión del desierto. En unos años, incluso los perros ser habrán fundido con el paisaje en la temida bahía de los Tigres.

Casi sin quererlo nos escondemos tras unos arbustos bajos sin ocultar el temor a que nos vean. Todo entre el “ellos” y el “nosotros” parece exacerbar nuestras diferencias. Sus rostros son distintos y su idioma parece inexpugnable. Sus escasas ropas de colores extraños parecen sacadas de otro planeta. ¿Qué les habrá traído hasta nosotros? La última vez que se les vio por aquí no trajeron nada bueno: el inicio de una guerra de la que nunca quisimos formar parte. Al vernos se miran unos a otros...

La primera impresión del agua fría contra mi cuerpo hace que me estremezca. Me sumerjo una vez más y cuando saco la cabeza del agua vuelvo a sentir el extraño poder que me atrae siempre hacia las cataratas. A lo lejos, unos gritos se oyen ahogados por el estruendo de la cascada. Su persistencia hace que me gire con desgana. En la orilla un angoleño grita hacia mí haciendo un extraño gesto parecido a un aplauso en vertical...